De nuevo la molesta pesadilla. La oscuridad, los
gusanos, el frío...
Zero se
despertó y se incorporó sobresaltado, con una pátina de sudor frío cubriendo su
frente y su torso, la respiración entrecortada y una molesta sensación de malestar.
Siempre era igual y lo sabía, parecía mentira que a estas alturas todavía se
olvidara de tomarse la medicación.
Le costó unos segundos ubicarse. Pequeñas ventanas
como ojos de buey, la enorme cama con dosel y una recargada decoración que
hacía que el barroco pareciera un movimiento arquitectónico promovido por
minimalistas. Dibujó una media sonrisa al reconocer el vano esfuerzo del
diseñador por recrear hasta en los más ridículos detalles, lo que alguien debía
considerar que era un camarote de lujo de un vapor del XIX. Claro que esos
vapores nunca se pensaron para viajar entre planetas.
Una presencia se removió a su lado y le pasó el brazo
por encima. Zero la apartó sin contemplaciones y se deshizo de la presa
somnolienta de la mujer para salir de la cama. Para conseguirlo, primero tuvo
que pasar por encima del cuerpo desnudo de su otro amante que apenas se movió
al notar su presión. Sin molestarse en localizar la ropa, Zero se escurrió en
el cuarto de baño y cerró la puerta con llave.
Le dolía la cabeza. Un poco de resaca para empezar el
día, o la noche, porque no tenía ni idea de la hora que era y, en el espacio,
no había más referencia que la quería brindarle el capitán al variar los
filtros luminosos de las claraboyas. Por suerte, la resaca y el resto de los
efectos de lo que había ingerido no solían durar más de media hora. Su cuerpo
tenía una capacidad increíble para metabolizar el alcohol y otras substancias.
—Inteligencia —pidió en voz alta, no recordaba el
nombre de la IA de la nave. ¿Se lo habían dicho? Seguro que sí. En condiciones
normales tenía una magnífica memoria eidética, fruto del diseño genético que le
había originado, pero cuando tomaba lágrima-púrpura, todo era demasiado difícil
de interpretar y mucho menos de recordar. En parte, por eso mismo lo tomaba;
para olvidarse de quién era—. Hora y situación.
—Por favor,
especifique planeta y huso horario.
—¿Cuánto falta para el desayuno? —preguntó,
desechando su pregunta anterior, mientras localizaba las pastillas para dormir
que tomaba desde que era niño. «Cualquier otro lo habría superado», se
reprendió mientras se peleaba con el recipiente.
—Dentro de tres
horas y media se habilitará el comedor principal para el servicio de desayunos.
Este servicio, estará abierto durante cuatro horas —informó la máquina, con
su monocorde tono metálico.
—Unas siete horas —pensó en voz alta. Eso era tiempo
más que de sobras para dormir bien. Se tragó la pastilla acompañándola de un
buen trago de agua.
Ahora a dormir. Mucho, profundo y sin sueños. Sobre
todo sin sueños.
Al regresar al dormitorio, observó los cuerpos
desnudos que yacían en su cama. La mujer era original, o eso le pareció; piel
rosada, cabello oscuro y unas curvas que invitaban a ser recorridas. El joven
debía ser poco mayor que él, y ocupaba gran parte de la cama dejando entrever
toda su anatomía. El sitio que había entre ambos le llamaba poderosamente,
gritaba su nombre en susurros capciosos prometiéndole un sinfín de excitantes
sensaciones. Zero agitó la cabeza y apretó las mandíbulas, haciendo acopio de
voluntad para mantener su sangre lejos de dónde era reclamada. La medicación
haría efecto en pocos minutos y sería fulminante, no tenía ganas de compañía.
«¿Cómo demonios se llamaban?». Despertó con malos
modos al grandullón. El cuerpo escultural, el brazalete... «Un amante
profesional, sin duda». Pero él no era consciente de haberlo alquilado así que
debía ser cosa de la chica.
—Despierta —dijo con tono seco, dándole un empujón
con el pie—. Arriba —dijo a la chica, tirándole el vestido a la cabeza.
—¿Qué sucede? —dijo el joven desperezándose—. ¿Ya es
de día?
—No, pero quiero dormir solo —dijo Zero—. Idos a
vuestra habitación.
—No seas antipático, Adam —gruñó la chica cubriéndose
la cabeza con uno de los numerosos cojines—. Estoy cansada. Déjame dormir.
—Te dejo dormir pero en tu habitación. Quiero estar
solo.
—¿Por qué quieres estar solo? —susurró el leónida con
voz tentadora. La luz mortecina de la habitación arrancaba reflejos argénteos
de sus ojos felinos. Zero no contestó, no quería dar una respuesta educada y la
verdad era demasiado complicada y, desde luego, no lo que buscaba el que le
hacía la pregunta—. Déjala que duerma —le sugirió en voz baja, deslizando una
mano entre sus piernas—, yo me ocuparé de mantenerte entretenido. Elaine es muy
divertida, pero... es un poco egoísta. No se le da muy bien compartir.
La proposición
era sugerente, muy sugerente, eso tenía que reconocerlo. Tal y como había dicho
el amante, el juego había sido divertido pero había tenido la sensación de
estar todo el rato jugando para satisfacerla a ella.
—Mañana tal vez —dijo, intentando no ser demasiado
desagradable—. Ahora estoy cansado y prefiero dormir solo. Me muevo mucho.
—Como quieras —dijo el joven encogiéndose de hombros.
«¿Cómo se llamaba?».
—No quiero ofenderte pero... ¿nos presentaron?
—No lo recuerdo —se rio el leónida—. Sé tu nombre
porque todo el mundo sabe quién eres y porque, para serte sincero, he querido
que pasara esto desde que te vi en la cubierta principal. Pero no me imaginaba
que tendría el valor para acercarme.
—Pensaba que te dedicabas a esto —se extrañó Zero.
—Porque soy leónida, ¿no? —dijo el joven con una
mueca mientras localizaba su camisa—. No, me llamo Iván, Iván Rothfuss. Soy
mestizo. Mi madre es dueña de una empresa de perfumes.
—Supongo que te debo una disculpa —murmuró bajando la
cabeza.
—No, ¿por qué? Me halaga que creyeras que era uno —dijo
Iván con una risa ligera—. ¿Sabes? Tú también podrías pasar por uno.
Zero sintió como su cabeza se embotaba y la modorra
se hacía con él. Eso se estaba demorando. ¿Cómo podía ser tan difícil recuperar
su habitación?
—Oye, Iván, de verdad, me ha encantado follar contigo
pero ahora estoy cansado —dijo con sequedad—. Si quieres, lo repetimos más
tarde pero ahora, quiero estar solo. ¿Podrías irte y llevártela?
—Vaya, el rey de la simpatía —murmuró—. Eres más
divertido cuando estás puesto. Elaine, Elaine —insistió moviendo a la mujer que
emitió un débil gemido y apenas se movió—. Tenemos que irnos.
—Sácala de aquí —pidió Zero, echándose en la cama. La
pastilla estaba empezando a hacer efecto y mantenerse despierto empezaba a ser
demasiado cansado.
—Sí, me la llevaré, te cojo una de las sábanas,
¿vale? Supongo que mañana vendrá alguien a buscar su ropa —dijo Iván
envolviendo a su amiga en uno de los lienzos y alzándola en brazos—. Mañana hay
una fiesta temática: Navidad. ¿Te veré allí?
—Sí, claro —murmuró Zero mientras Morfeo lo acogía en
sus brazos. Ni siquiera oyó cómo la puerta se cerraba.
Dormir, mucho, profundo y sin sueños. Eso era lo que
necesitaba.
*
Zero se
despertó sobresaltado al sentir que se abría la puerta de su habitación.
—D-disculpe —dijo un joven fotosintético de piel
esmeralda que vestía el uniforme del servicio. Parecía azorado y su rostro
adquiría coloraciones que oscilaban del glauco al pardo en función de si la
sangre llegaba o no a sus mejillas—. No ha puesto el cartel en la puerta y...
he llamado. De verdad, he llamado y como no contestaba nadie creí que... Si
quiere, vuelvo más tarde.
Zero asintió con la cabeza e hizo un gesto con la
mano para que entrara sin preocuparse.
—No pasa nada —dijo levantándose, completamente
desnudo. El rostro del chico dibujo un nuevo abanico de colores al sonrojarse,
mientras hacía todo lo posible por mirar hacia otro lado sin resultar descortés.
Zero sonrió recordando que no hacía mucho tiempo él también solía comportarse
así, pero no le dio más importancia—. Me daré un baño largo —informó—, puedes
ocuparte de la habitación mientras tanto.
—¿Es necesario que cambie sábanas y...?
Zero miró la habitación, parecía que había habido una
batalla campal en ella y las sábanas de raso con puntas doradas estaban
haciendo rebullos por el suelo, mezcladas con la ropa de más de un propietario.
Sobre la cama solo quedaban los cojines y la colcha de terciopelo bermellón. En
algún momento de la noche, alguien había tirado la lamparilla de cristales de
colores que había sobre la mesita.
—Cámbialas todas —ordenó—. Y las toallas. Si ves ropa
de mujer déjala sobre una silla, supongo que volverá más tarde a buscarla. La
de caballero, puedes llevártela a lavandería, también. Espera —dijo, antes de
cerrar la puerta. Cabía la posibilidad de que Iván también se hubiera dejado
algo—. Mejor deja toda la ropa.
A solas, en el cuarto de baño, abrió los grifos de la
bañera y se sentó en el suelo embaldosado, a esperar que se llenara. Fue una
mala idea. El diseño de aquel lugar correspondía a cierta tendencia en las
clases altas de usar el baño como una habitación más de la casa y era casi tan
grande como el dormitorio. La bañera era gigantesca. Estaba tallada en mármol,
o algo que se le parecía, y tenía decoraciones doradas y arcaicos grifos que
harían las delicias de un anticuario. En ella, cabrían sin problemas cinco personas.
El cuarto estaba dividido por un tabique transparente que separaba el baño del
cuarto de ducha, y la pared del fondo, la que en ese momento estaba enfrente de
él, estaba completamente cubierta de
espejos de arriba abajo y su imagen se reflejaba en él; nítida y perfecta.
Zero se contempló. No solía hacerlo, no le gustaba
ver su reflejo. Pero en esa ocasión no desvió la mirada y se enfrentó a aquello
que los demás veían en él; el traje ideal. Había sido diseñado mediante una
ligera variación del cánon griego para ajustarlo a las corrientes estéticas más
actuales. Aun así, los músculos de su cuerpo se perfilaban con precisión
anatómica como si hubieran sido esculpidos por un avezado artista del
renacimiento. Rasgos suaves, mandíbula fuerte y pómulos marcados, y unos ojos
de un color azul eléctrico que, sin duda, la naturaleza no podía crear. El
cabello blanco y largo le llegaba casi a la cintura y captaba la atención de
todo el mundo. Eso tenía una fácil solución, una visita a la peluquería y su
problema estaría resuelto. Pero todavía no lo había hecho porque de alguna
forma, eso le indicaba que era él quien que estaba dentro de su cuerpo.
Cualquiera en su situación pensaría que pensar así
era cuanto menos extraño, pero Zero debía su nombre al experimento que le había
ocasionado. Zero como nada, como el control negativo que era. Un organismo de
diseño creado para ser el cuerpo perfecto garantizado por más de ciento
cincuenta años. Un cuerpo creado para ser un recipiente, un traje.
Por diversos motivos el trasplante no se había
realizado y él había acabado siendo Adam Alcide, el heredero de un imperio
financiero que no quería pero que no quería que otros tuvieran. Ver el reflejo
de su cuerpo perfecto, sin ninguna marca, ninguna cicatriz, nada... Era como ver
el cuerpo de un muñeco. Bien dotado, eso sí. ¿Eso era lo que todos veían en él?
¿Un cuerpo perfecto con mucho dinero?
«Podrías ser otra cosa», dijo una vocecita en su
interior. «Podrías ser lo que tú quisieras».
—Sí, claro —se replicó en voz alta metiéndose en la
bañera—. Como si pudiera escoger.
*
Hacía rato que la hora del desayuno había pasado,
Zero era consciente de ello pero se sentó en una mesa. El restaurante estaba
vacío. Gran parte de las mesas tenían las sillas giradas y la mayoría de los
camareros estaban ocupados recogiendo los restos del desayuno y preparando el
comedor para el servicio de almuerzos que comenzaría en breve.
—Señor Alcide —dijo un camarero con aire compungido.
Casi todo el servicio de la nave estaba formado por fotosintéticos de color
esmeralda, los únicos que no parecían ajustarse a ese requisito eran los
oficiales y el servicio de seguridad, estos últimos, leónidas en su mayoría—, la cocina está
cerrada. Los almuerzos no comenzarán a servirse hasta...
—Quería desayunar —le interrumpió.
—Ya no servimos desayunos.
—Entonces, ¿no puedo pedir nada? —preguntó con aire
inocente.
—Supongo que tratándose de usted, podríamos hacer una
excepción. ¿Qué puedo traerle?
—Café, zumo de iowuts
y uno de esos panes con frutos secos.
—Como si fuera un desayuno, ¿no? —dijo el camarero
tomando nota.
—Se parece, sí —corroboró Zero con una sonrisa.
—Oh, un desayuno de media mañana —dijo una mujer de
mediana edad sentándose en la misma mesa—. Me apunto. Que sea para dos —indicó
al camarero.
—Tía Grace... —saludó Zero con desgana sin dirigirle
la mirada. Se había acostumbrado a que la gente de su círculo de París se
presentara sin avisar cuando menos se lo esperaba, aun así, la visita de Grace
Valicourt era algo preocupante—. No esperaba encontrarte en un crucero de
placer hacia Óptima-prima. Y menos, cuando llevo dos semanas de crucero y no
habías dado señales de vida hasta ahora, así que deduzco que me estás buscando
por algún motivo, ¿no?
—Ay, cielo, tan encantador y paranoico como siempre
—sonrió Grace Valicourt dándole un sonoro beso en la mejilla—. No me habías
visto antes porque subí en la estación bolla de ayer, mientras repostaban. Estoy
aquí por negocios. El capitán de la nave tiene contratados a cinco de mis
chicos y se han detectado algunas irregularidades.
—¿Servicios no facturados?
—Entre otras cosas —dijo, arrugando la nariz en un
mohín huraño que no duró más de unos segundos—. Creo que puede ser una cosa más
seria pero no quiero apresurarme. Y entonces Gabriel —añadió, recuperando la
sonrisa— me ha dicho que tú estabas en el mismo crucero y no he podido evitar
la tentación de hablar con mi sobrino favorito.
—No soy tu sobrino —recordó Zero, agradeciendo con la
cabeza el plato que el camarero depositaba delante de él.
—No, pero tenemos más cosas en común que muchas
familias, ¿no crees?
Las Valicourt nacían por partenogénesis y era casi
imposible distinguirlas unas de otras. Mantenían un imperio económico basado en
el diseño genético y en las agencias de amantes profesionales. Las Valicourt
eran conocidas en todo el sistema por su gran causa filantrópica, acogiendo a
cientos de pequeños leónidas que escapaban de su planeta. Casualidades de la
vida, estos mismos leónidas acaban trabajando en sus agencias de placer.
Diseño genético y amantes profesionales, cómo ambas
cosas podían estar relacionadas era algo que las Valicourt se guardaban en
secreto, mientras vendían los diseños para nuevos animales, plantas resistentes
a la baja luminosidad, vida para lunas en terraformación... Hasta él mismo
había sido en parte diseñado por ellas. En parte porque la mayoría, incluyendo
los genes que codificaban su inmortalidad, había sido el trabajo de un único
hombre, el Doctor Milo, que había desaparecido misteriosamente junto con todas
las pruebas de su proyecto. Excepto Adam Alcide, el clon perfecto e inmortal,
único en su especie.
Por mucho que odiara la compañía de las arpías que
sobrevolaban su compañía, entre las que contaba a la dama que tenía sentada en
frente, tenía una deuda tremenda con las Valicourt y ellas lo sabían. Cuando
tras la muerte de su predecesor su naturaleza como clon de diseño se hizo
pública, intentaron quitárselo todo, incluso el derecho a ser considerado una
persona. La presión de las Valicourt y la máquina legislativa que pusieron a su
disposición consiguieron que un tribunal lo declarara humano y, por lo tanto,
descendiente, como ningún hijo podía haber sido, de Néstor Alcide, ratificando
así la herencia que le habían legado.
Su propia vida era una deuda que tenía con ellas y lo
sabían.
—Estás tan guapo como siempre —suspiró Grace—.
Todavía me pregunto cómo lo hizo Milo para que los años no te afectaran.
—Tengo veintidós años —recordó Zero, frunciendo el
ceño—. Vuelve a hacer ese comentario cuando tenga ochenta y tu observación,
sentido.
—Cuánta amargura... ¿dónde ha quedado ese muchacho
adorable y encantadoramente ingenuo? —Zero no contestó. Grace sonrió—. Supongo
que era de esperar que crecieras. ¿Qué te ha sucedido, Adam? ¿Una chica?
—No —negó Zero. Empezaba a creer que lo del desayuno
no había sido tan buena idea—, aunque una tuvo algo que ver. De todas formas,
no volverá a pasar.
—Entonces sí hay una chica.
—Hubo una chica, en pasado —remarcó—, y supongo que
tu extrañeza se debe a mi historial de cliente. Pensaba que era confidencial.
—Y no se lo he dicho a nadie —aseguró Grace con una
amplia sonrisa—. Tengo curiosidad por saber qué pasó con esa chica.
—Nada —murmuró Zero.
—¿Mal de amores? ¿Te rompió el corazón? ¿Se rio de
ti?
—Hay... un poco de eso —se vio obligado a admitir—.
Pero yo no hablaría de más amor herido que el propio.
—Las primeras veces suelen ser duras —dijo la mujer.
Zero no quería hablar de ese tema. Lo había pasado mal pero había quedado
atrás. Le sirvió para darse cuenta de cómo era la gente que le rodeaba. Le
sirvió para no decir a nadie más que se llamaba Zero y no Adam. Le sirvió para
guardar su historia solo para sí. Nadie quería saberla, aunque preguntaran por
ella. Y si se referían a su cuerpo perfecto, solo estaban preguntando si la
tenía grande, nada más.
—No era la primera vez —murmuró Zero, casi para sí.
La primera vez había sido perfecta comparada con aquella. «Y comparada con
todas las otras, ¿no es cierto?». Después, las cosas no habían acabado muy
bien. Había sido un estúpido. Ahora, con el tiempo y la distancia, era
consciente de ello. Y de que era demasiado tarde.
—Todo el mundo habla de la decepción que supone la
primera vez —dijo Grace con tono maternal—, pero es mucho peor si esta es
buena. El listón será demasiado alto para cualquiera que venga detrás.
—¿Has venido a darme una charla familiar? ¿Consejos
gratis? —bromeó Zero, estaba molesto. No le gustaba que sus intimidades
salieran a la luz pero era un mal mentiroso y esa mujer era retorcida y sabía sonsacarle
con palabras amables. Porque ese era su principal problema: seguía siendo
demasiado confiado con las palabras amables. Quizá por eso se había vuelto tan
arisco, una actitud fría no solía corresponderse con amabilidad, mantenía las
distancias y se protegía. Era más fácil para todos.
—Te he dicho que he venido por trabajo —recordó
Grace—, hablar contigo es placer, no negocios. Esta noche celebran Navidad, ¿lo
sabías? —Zero asintió mientras bebía algo de zumo. Recordaba que Iván le había
hablado de ello—. Hay cenas, bailes y todas esas cosas típicas tan exóticas.
—No sé qué es Navidad —reconoció Zero encogiéndose de
hombros—. Supongo que una de esas cosas que hacen los organizadores del crucero
para darnos un motivo para emborracharnos.
Grace se rio y asintió.
—Sí, es una de esas cosas. Antes, en la Tierra, se
celebraba. Y algunos tipos importantes que se jactan de tener un linaje puro y
que...
—Qué casualidad, como yo —se burló Zero con acritud.
—Sí, como tú. O como tu padre —asintió con una
sonrisa—. Néstor celebró la Navidad unas cuantas veces, aunque después dejó de
hacerlo. Antes, todo el mundo sabía cuándo era Navidad, ahora, sale en las
noticias de las tres junto con la predicción del tiempo. Pero bueno, siempre es
divertido hacer fiestas y recibir regalos aunque no se sepa qué se celebra. ¿No
crees?
—Por supuesto, como si necesitara una excusa para
emborracharme —bromeó Zero.
—Ya, eso he oído —dijo Grace, y Zero se sintió
observado. Alzó la mirada desafiante y la mujer no tardó en apartar la vista
con aire cansado—. Pero eres joven, guapo y rico, Gabriel tendría que haberlo
previsto. No sé de qué se sorprende. Tu tío ha insistido en que te haga volver,
pero yo me limitaré a darte su recado. ¿Sabes? No te lo he contado nunca, pero
sabía quién eras antes de que saliera todo a la luz. Tu padre contrató a una de
mis chicas para que te instruyera, ¿la recuerdas?
Zero asintió.
—Era un niño, ella se negó —dijo, encogiéndose de
hombros. Toda esa información se había hecho pública junto con el informe médico
que él había hecho llegar a su profesora.
—Me preguntó por ti —dijo Grace—, me preguntó por el
niño que tocaba el violín. Dijo que le habría gustado que la hubieran llamado
más adelante, cuando estuvieras preparado. ¿Te gustaría verla? Sigue en París,
podría conseguirte una cita cuando volvieras. Sería como un regalo de
bienvenida.
—No quiero volver, tía Grace —dijo con tono cansado,
no era la primera vez que mantenía esa conversación, aunque no fuera con ella—.
No hay nada para mí en París.
—Está bien, insistiré en ello en la cena de esta
noche —dijo, levantándose para irse.
—¿Cena? Esta noche tengo planes.
—Guárdalos para después de cenar, querido sobrino; la
Navidad se celebra en familia.
*
Matar el tiempo era una práctica de caza que se le
daba bien. Lo hacía a diario y días enteros se colgaban en su pared de trofeos
junto con las horas y los minutos. Ejercicios, fiestas, alguna conferencia,
macro-proyecciones, conciertos... Sus pasos, sin rumbo, le llevaron a la
cubierta de observación o como llamaban a la parte superior y abovedada de la
nave que permitía observar, valga la redundancia, el espacio exterior. Era poco
práctico y muy caro, pero a los turistas les encantaba. Imitaba una de esas
cubiertas de barco, con el suelo de madera y una barandilla que invitaba a
asomarse. Incluso alguien había colocado arcaicos e inútiles salvavidas con el
nombre de la nave.
Zero no prestó mucha atención a la gente que paseaba
por allí, apenas les dedicó una mirada antes de perderse en el interior del
jardín hidropónico que crecía como una exuberante selva en el interior de la
semiesfera acristalada. Desde que había empezado el crucero, Zero se había
perdido un par de veces por allí dentro. Le gustaba hacerlo. Era estar solo,
solo de verdad, solo sin nadie alrededor. De alguna forma, era la forma natural
de soledad y esa, ahora, no le importaba.
Cuando era pequeño, pasó mucho tiempo solo, encerrado
en una habitación, observado como si se tratara de una rata de laboratorio.
Entonces habría dado cualquier cosa por estar rodeado de gente. Lo que entonces
todavía no sabía era que estar rodeado de gente no implicaba estar acompañado.
Buscó un sitio a salvo de las miradas curiosas y sacó
su cuaderno de dibujo. Un cuaderno de verdad, con papel rugoso, nada de esos
sucedáneos tecno-orgánicos. Era papel comprado en Galileo en el barrio de los
artistas. Él no podía considerarse uno de ellos, su tío se arrancaría los pelos
si se le ocurriera decirlo en voz alta. Y quizá por eso no lo hacía, ese era su
secreto. No lo hacía por fastidiar o porque se esperaba que lo hiciera,
dibujaba porque le gustaba y si alguien lo descubría, sería como con el violín,
tendría que ser más y mejor porque era perfecto, y cualquier cosa por debajo de
las expectativas que eso generaba no merecía ser tenida en cuenta.
No sabía si lo hacía bien o mal, y la verdad era que
no le importaba.
—¿Quién es? —preguntó Elaine, apareciendo entre la
maleza sin que él se diera cuenta. Zero dio un respingo y ocultó el cuaderno,
un segundo demasiado tarde.
—Elaine, ¿qué haces aquí? —preguntó, intentando
disimular el rubor embarazoso que cubría su rostro.
—Oh, qué bien, recuerdas mi nombre —bromeó la joven de
cabello oscuro, sentándose a su lado. Estaba distinta. Apenas recordaba nada de
ella más que el vestido vaporoso y poco opaco que cayó al suelo a la segunda
caricia. En ese momento, vestía uno mucho más comedido y parecía más joven—.
Tenía que hablar contigo y te he seguido. No me esperaba que tuvieras tanto
talento, la verdad —dijo, intentando arrebatarle la libreta—. ¿Quién es? ¿A
quién dibujabas?
—A Nadie —gruñó Zero guardando la libreta en su
estuche—. ¿Qué quieres de mí, Elaine? ¿No es un poco pronto para una fiesta?
—Mi vestido.
—No lo llevo encima, pásate luego por mi habitación y
podrás recogerlo —gruñó molesto, y se levantó con la firme intención de irse.
—Está bien —dijo Elaine tirando de su pantalón para
hacer que se sentara de nuevo. Zero no se movió. No se sentó a su lado, como
ella parecía querer, pero tampoco se marchó como había sido su intención
inicial—. Quería verte a solas así que he ido a tu camarote. No estabas. He
dado una vuelta y te he visto hablando con la Valicourt. Me he asustado un poco,
¿sabes? —admitió con una sonrisa nerviosa—. ¿Podría poner en mi agenda que
estuve contigo anoche?
—Es que estuve contigo anoche —observó Zero—, contigo
y con Iván. ¿Hay algún problema con ello?
—No, no, al contrario —dijo Elaine agitando la
cabeza—. Pero... ¿te importaría pagarme como si hubiera hecho un servicio? ¡Te lo
devolveré, lo prometo, no te preocupes! —se
apresuró a añadir—. Es que últimamente me divierto mucho y facturo poco.
Eso es... poco profesional por mi parte —admitió con una sonrisa nerviosa—. Pero...
Bueno, hay algunas circunstancias atenuantes pero son muy difíciles de exponer.
—Oh, entiendo, esta noche supuse que Iván era tu
amante profesional pero es al revés, ¿no es así?
—No exactamente; Iván es mi prometido.
—Entiendo... —murmuró Zero, aunque tenía que admitir
que la revelación le había sorprendido, y más, si recordaba la conversación que
habían mantenido mientras ella dormía—. Y no le gusta tu trabajo.
—A Iván no le importa mi trabajo y... lo viste ayer,
le encanta colaborar... Pero se supone que tengo que informar a la agencia de
cualquier relación ajena a la profesión y este viaje era trabajo, no placer. Él
no debería estar aquí. Desde que está aquí yo... trabajo poco. Lo de anoche no
era más que diversión, Adam. Eso fue antes de saber que la Valicourt estaba a
bordo.
—Y ahora se supone que tengo que hacerte de coartada
—dijo Zero, sintiéndose muy idiota. Vamos, de qué se extrañaba, ya debía de
estar acostumbrado a que siempre quisieran más de él.
—Te lo he dicho, solo es poner por escrito lo que
pasó anoche. Te devolveré el dinero casi en el acto.
—No me importa el dinero —dijo dándose la vuelta—. Me
molesta que me hayas engañado. Juraría que os obligaban a identificaros y
mostrar las tarifas antes de abordar a un cliente.
—Te lo he dicho; no eras un cliente. Adam, por favor,
haré lo que me pidas pero...
—¿Puedo pensármelo? —preguntó Zero.
—¿Qué tienes que pensar? —se extrañó Elaine, parecía
realmente nerviosa.
—Tengo que pensar mucho para no decirte que no y
punto —replicó—. ¿Por qué no haces que te contrató Iván? —Elaine agachó la
cabeza—. Vaya, a ver si acierto: porque es el único que lo ha hecho y no ha
pagado cláusula de exclusividad, ¿no es cierto?
—En este tipo de trabajos estoy asignada al barco, no
al pasajero, así que no están permitidas las cláusulas de exclusividad. Y
también se supone que debería ser más solícita y dar menos negativas. ¡Pero la
Valicourt te adora! —insistió—. Mis negativas serán papel mojado si supone que
he ido a por un pez mayor, nada más.
—¿No has pensado en cambiar de trabajo? Es obvio que
este no se te da muy bien.
—No dijiste eso anoche —gruñó ella.
—¿No has insistido en que lo de anoche no era
trabajo? —recordó Zero.
—Por favor —insistió de nuevo con mirada suplicante.
Zero resopló, sabía que tenía perdida esa batalla de
antemano, pero al menos, la perdería con sus condiciones.
—No te pagaré por lo de anoche —dijo—. No se me da
bien mentir y anoche no fue un servicio. Te contrataré para esta noche. Lo haré
bien, te reservaré en la agenda y todo eso y pagaré el plus de compañía. Tengo
una horrible cena de Navidad con mi tía y sus amigos y vendrás conmigo.
*
Elaine había insistido en ocuparse ella del papeleo
con la agencia y toda la parte de contratación, incluso iría a recogerle a su
camarote. Según ella, eso le permitía incidir que había sido ella la que había
conseguido el cliente y que este no la había escogido por casualidad.
Zero bufó y la dejó hacer, tampoco le importaba
demasiado. Cuando la joven se marchó, se sentó de nuevo sobre la hierba y sacó
el dibujo que estaba haciendo. Intentó continuar pero no había esbozado más de
un par de líneas cuando se encontró buscando a su alrededor, temeroso a que
apareciera alguien más que pudiera interrumpirle. El hecho de que Elaine
quisiera utilizarle le había molestado, pero no tanto como verse sorprendido en
un lugar que creía a salvo. Había irrumpido en su refugio y se había llevado
con ella la poca paz que tenía. Tampoco debía darle demasiada importancia,
nunca un refugio duraba más de unos días. Regresó a su habitación con una
cierta sensación de fastidio.
No tenía ganas de pasarse el día encerrado, no tenía
ganas de ver a nadie, no tenía ganas de nada. Sí, así era él; un chico sencillo
y sociable, ¿verdad?
Se sentó en la cama y suspiró. Se levantó de nuevo,
se sirvió un vaso de kido y, mientras
el amargo líquido bajaba por su garganta quemándolo todo a su paso, sacó de
nuevo su libreta de dibujo y contempló el boceto en el que había estado
trabajando. Una mueca amarga y se permitió un momento para recordar un tiempo
en el que se sentía vivo.
«Deberías pasar página, ¿no crees?», se reprendió. No
era que siempre estuviera pensando en él. No se había permitido recordar lo
sucedido en Galileo hasta unas semanas antes, cuando estuvo de nuevo en aquella
habitación del Venecia esperando la partida del crucero. Entonces, los
recuerdos se abalanzaron sobre él y le atacaron sin piedad, dejándolo herido de
melancolía y nostalgia. Unas heridas que ni toda la fiesta, el sexo y el
alcohol habían podido borrar. Más aún, cuantas más personas ocupaban su lecho,
más vacías le parecían todas y cada una de esas relaciones.
Casi sin darse cuenta, había retomado el dibujo y
ahora, el rostro que le contemplaba desde el papel era perfectamente
reconocible. Hacía casi tres años desde que se habían despedido, y no de buenas
maneras, pero su cuerpo había quedado grabado a fuego en sus recuerdos.
Zero dio un largo suspiro y arrancó la hoja de la
libreta.
—Inteligencia —pidió en voz alta, mientras anotaba
mentalmente conseguir el nombre de la IA—. Enciende la chimenea.
—El uso de
fuego real está prohibido en los trayectos interplanetarios. Si quiere, puedo
activar la holopantalla que...
—Déjalo estar —la interrumpió con hastío—. Ya
encenderé una vela.
—El uso de
fuego real está prohibido y penado en los trayectos interplanetarios —recordó
la inteligencia domótica.
—¿Y cuándo llegaremos a una estación? —preguntó Zero,
empezando a impacientarse.
—Está prevista
la llegada a la estación orbital de Elíseo en dos días.
—Eso es demasiado tiempo —murmuró mirando el retrato
que tenía entre las manos. Por supuesto, había muchas más formas de destruir un
pedazo de papel, pero ninguna se le antojaba tan efectiva como quemarlo y dejar
que los filtros de la nave enviaran las cenizas al infinito. Era algo...
¡estúpido!— Soy un imbécil sentimental —se reprendió—. Debería pensar qué hacer
con mi vida en vez de quemar tiempo.
Suspiró con resignación y se dejó caer sobre la cama
sin dejar de mirar el maldito dibujo.
«Podía intentar encontrarle», se dijo.
—¡Claro! ¿Qué parte de «eres consciente que cuando
salga por esa puerta, no volveremos a vernos» no te ha quedado suficientemente
clara? —se reprendió variando el tono de voz—. O, mejor aún, «olvida todo lo
has visto, no quiero matarte pero lo haré si es necesario, no te quepa duda».
—No, buscarle no era una buena idea. Incluso un estúpido como él era capaz de
darse cuenta.
El sonido del interruptor de su puerta interrumpió su
debate interno.
—El Sr.
Rothfuss solicita permiso para entrar en su camarote —le informó la
inteligencia.
—El Sr. Rothfuss... —repitió— Iván —recordó
frunciendo el ceño. Seguramente venía a recoger el vestido de su novia—. Hazle
pasar —dijo, guardando el dibujo bajo uno de los cojines de la cama. Con
suerte, sería entrar y salir y él podría regresar a sus cavilaciones.
—Hola —dijo el leónida con una amplia sonrisa. En la
penumbra de la habitación, no había podido apreciar el tono de su cabello y de
sus ojos, parecidos a la miel oscura que ahora brillaban bajo la luz diurna de
la nave—. Vine antes, pero no estabas.
—Toma —dijo Zero, con sequedad, colocando el vaporoso
vestidito sobre sus brazos—. Llévaselo a tu novia.
—¿Qué es esto? —preguntó Iván mientras examinaba la
prenda—. ¿Qué se supone que tengo que hacer con ello?
—Dárselo a tu novia, ¿no?
—Es la segunda vez que dices eso —dijo el leónida
devolviéndole el vestido—. No sé qué quieres decir y no me importa. No he
venido a eso.
—¿A qué has venido entonces? —preguntó Zero.
—A hablar contigo —dijo con una sonrisa y se sentó en
la cama sin esperar una invitación.
—A ver si acierto de qué va el tema —suspiró. Aquella
conversación no sería entrar y salir, sería más larga y acabaría cuando
consiguiera sacarle de la habitación. Ni siquiera podría marcharse.
—De nuevo, creo que te equivocas conmigo. —El leónida
enarcó una ceja en un mohín sorprendido—. Anoche fue divertido, no me entiendas
mal, pero... me supo a poco.
—Así que has venido buscando sexo... —se extrañó
Zero—. Esa no me lo esperaba —reconoció, sorprendido—. Y me siento alagado y
estaría dispuesto a aceptar en otro momento, ahora no estoy muy animado.
—Por eso he venido ahora —dijo Iván—. Esperaba que a
estas horas no estuvieras “animado” —dijo con una mueca, marcando las comillas
con los dedos—. Estoy hablando en serio. ¿Recuerdas algo de lo que te dije
antes de que me echaras esta madrugada?
—«He querido que pasara esto desde que te vi en la
cubierta principal. Pero no me imaginaba que tendría el valor para acercarme»
—repitió Zero, recordando a la perfección cada una de sus palabras—.
Normalmente, tengo buena memoria.
—Ya veo —dijo Iván sorprendido—. Lástima que
prefieras apagarla. Estoy de viaje de estudios con unos amigos —explicó—, cada
uno ha decidido ir un poco por su cuenta y unos se toman el viaje de placer en
un sentido más literal que otros. Bueno, la cuestión es que esta tarde hemos
quedado para juntarnos y hacer un partidillo para que parezca que nos conocemos
—se rio, agitando la cabeza—. Una tontería, pero... ¿te apetecería venir?
—¿A un partido? —Zero no entendía a qué venía todo
eso.
—No es muy emocionante pero podía ser divertido.
—No creo que yo...
—¿Por qué no? —preguntó Iván—. Estás en buena forma,
tienes nuestra edad... No te hará daño hacer algún amigo.
—No sirvo para esas cosas —dijo Zero negando con la
cabeza.
—¿Por qué insistes en estar solo?
—¿Y qué te importa a ti si yo estoy solo o no?
—replicó poniéndose a la defensiva.
—La primera vez que te vi pensé: “He aquí, alguien
que está terriblemente bueno”, anoche pensé: “He aquí, alguien que es realmente
bueno en la cama”, pero esta madrugada he pensado: “He aquí, alguien que está
completamente solo”. ¿Y sabes la primera
cosa que pensé cuando te miré a los ojos? “He aquí, alguien que está muy
triste”. Es una tontería —añadió, restando importancia a sus palabras—, pero me
llamó la atención. ¿Estás triste porque estás solo o estás solo porque estás
triste?
—Muy bonito —dijo Zero con un gañido, intentando
disimular el nudo de su garganta—. No necesitas seducirme para acostarte
conmigo, solo te he pedido que esperes a...
—... a que te emborraches, te tomes cualquier cosa y
dejes de ser tú —suspiró Iván—. Yo quiero conocer al verdadero Adam.
—El verdadero Adam... ¿Quieres saber un secreto?
—preguntó casi en un susurro—. Adam no existe. Adam es un traje y lo que hay
debajo no le gusta a nadie.
—Eso —dijo Iván tomando su rostro entre las manos y
acercándoselo con delicadeza— lo decidiré yo, ¿vale?
Zero cerró los ojos y dejó que la lengua serpentina
del leónida se introdujera en su boca. Lo que le ofrecía Iván era algo que iba
más allá del sexo, hablaba de desnudarse a sí mismo, hablaba de confianza,
hablaba de mostrar aquello que había ocultado a todo el mundo. «A todo el mundo
no, a él se lo mostraste y fue bien, ¿verdad?», todo su cuerpo le pedía a
gritos que volviera a confiarse, necesitaba alguien que viera más allá del traje,
del cuerpo de muñeco...
El leónida mordisqueó sus labios con deseo y luego,
dibujó con la lengua la línea de su mandíbula. Zero sintió como su vello se
erizaba con la caricia húmeda y emitió un jadeo quedo. Frunció el ceño al
sentir como la presión de su entrepierna se acrecentaba, desvaneciendo con ello
las dudas que todavía le retenían.
—Relájate —susurró Iván—, estás muy tenso.
—Lo sé —admitió Zero, sonriendo a su pesar—. Todavía
no estoy seguro de que esto sea una buena idea.
—Menos mal que tu cuerpo me indica lo contrario
—replicó el leónida con aplastante seguridad. Le sujetó el cuello, y le
arrastró con él mientras se dejaba caer sobre la cama.
—¿Por qué no? —se preguntó en voz alta sin esperar
respuesta.
Empujó a Iván sobre el lecho y trepó sobre su cuerpo
con habilidad felina. Metió las manos por debajo de la camiseta y tiró hacia
arriba despojándole de su ropa. Dibujó con la lengua la línea de sus
abdominales y sonrió, satisfecho, cuando sintió como el cuerpo de su amante se
estremecía bajo sus caricias. Se centró en sus pezones, firmes y duros como dos
pequeños botones, jugueteó con ellos, mordisqueándolos, arrancando a su dueño gemidos
silenciosos. Iván tanteó su pantalón, buscando el cierre y, cuando consiguió
desatarlo, introdujo sus manos y acarició su miembro con unos dedos que
parecían plumas. Ahora era el turno de Zero de estremecerse bajo las caricias
de su amante. Ahogó sus jadeos contra el pecho del leónida mientras este
intensificaba sus atenciones.
Un ruido extraño, como el que haría un papel al
arrugarse, le activó una alarma en su interior.
«¡El dibujo!»
—¿Qué es...? —Iván metió la mano bajo su espalda, que
había quedado entre los cojines, y sacó el dibujo de Zero.
—No es nada —dijo, sintiendo que el rubor se extendía
por sus mejillas.
—Te has puesto colorado —bromeó Iván apartándolo con
un brazo para que no pudiera recuperar el papel. El leónida frunció el ceño un
momento, casi de forma imperceptible, pero solo fue una fracción de segundo. En
seguida, una sonrisa iluminó de nuevo el rostro de su amante—. ¿Lo has hecho
tú? —preguntó con un deje de admiración. Zero asintió y desvió la mirada—.
Es... es increíble. Es muy bueno. Podrías... No sé... Es muy bueno. Parece que
está vivo. ¿Quién es?
—Alguien que conocí —respondió—. Nada importante...
pero me apetecía dibujarlo. Nada más.
—¿Es él quién te pone triste? —preguntó Iván con
seriedad. Zero agachó la cabeza y suspiró.
—Puede.... En parte, supongo —dijo sin saber muy bien
qué responder—. Pensar en él me recuerda cosas que tenía y que ahora no tengo.
O... cosas que creí que tenía —añadió con una mueca—. No acabó muy bien pero
estoy vivo, supongo que no puedo quejarme.
Iván sonrió y, para su sorpresa, le cogió el cuello
con su brazo y le besó en la mejilla.
—En el fondo eres un sentimental —susurró a su oído y
luego se levantó.
—¿A dónde vas? —se extrañó Zero al ver cómo el
leónida se levantaba y se ponía de nuevo la ropa que le acababa de quitar. Su
voz tembló, ¿por qué se iba? ¿Qué había hecho mal?
—Tranquilo —dijo Iván, y le dio un beso rápido en los
labios—. No debí haber sacado el tema, ahora estarás pensando en él y no sabré
con quién te estás acostando. Por eso prefiero dejar un tiempo prudencial. Por
ejemplo, hasta esta noche. Luego insistiré y procuraré asegurarme de que te
centres solo en mí. No te pases con... ya sabes —recordó con una mueca—. Quiero
conocer a ese Adam que no existe.
Zero se vio obligado a sonreír. La verdad era que
Iván había reflotado el recuerdo de Nadie así que tampoco él podría asegurar en
quién pensaría si lo hicieran en ese momento. El leónida estaba siendo prudente
y parecía que en serio buscaba algo más que sexo. Esa idea le causó cierto
desasosiego. El concepto de que alguien esperara algo más de él le resultaba
atrayente y aterrador al mismo tiempo.
—Zero —dijo casi en un murmullo—. Lo que hay bajo
Adam se llama Zero. Así me llamo.
—Zero —dijo Iván paladeando su nombre con cierta
satisfacción—. Encantado de conocerte. Nos vemos esta noche, ¿vale? Feliz
Navidad.
*
La visita de Iván le había enseñado dos cosas: la
primera era que todavía podía tener algo de esperanza en la humanidad; la
segunda que, a pesar de todo, no debía confiarse porque siempre había alguien
dispuesto a aprovecharse de él.
O, en este caso, dispuesta.
Quizá Elaine no había planeado que el leónida
intentara conquistarle por su cuenta pero toda la historia de la mujer carecía
de base. Como sospechaba, su perfil no aparecía en ninguno de los ofrecidos por
la agencia Valicourt para el crucero así que solo era alguien intentando sacar
partido. Otro más.
Se había encontrado con bastantes y, a pesar de que
intentaba mantener una política de confianza, cada vez tenía la sensación de
que era más difícil pensar bien de las personas. Seguro que había gente buena
por allí, seguro, pero no se acercarían a él sabiendo quién era. Por eso el
comportamiento de Iván le parecía tan extraño. ¿En verdad alguien podía
sentirse atraído por él? No por su cuerpo, ni por su dinero... ¿En verdad
alguien creía que merecía la pena conocer lo que había debajo?
Por ahora solo le había dicho su nombre. El estúpido
nombre con el que se llamaba a sí mismo porque nadie más lo utilizaba. Había
sido agradable oírlo en los labios de otra persona para variar.
Se puso bien las mangas de su camisa y se ajustó las
solapas de su esmoquin dividiendo sus pensamientos entre lo que haría con
Elaine y lo que haría con Iván. Una parte muy fuerte de él quería creer en el
leónida. Necesitaba creer en él. El espejo le devolvía la imagen de la
perfección, el negro del traje contrastaba con su melena plateada y acentuaba
aún más el azul eléctrico de sus ojos.
Cuando la puerta de su camarote se abrió, Elaine
abrió los ojos al verle. Ella estaba también muy bonita, era una mujer preciosa
y sabía sacar partido a sus curvas, eso no podía negarlo. El vestido rojo era
del mismo tono que su pintalabios y los pendientes, con formas de bolitas, que
colgaban de sus orejas. Muy rojo. Quizá demasiado, pero a ella le quedaba bien.
—¡Feliz navidad! —dijo con una sonrisa nerviosa—. Me
alegra que quisieras conservar nuestro trato —añadió, agradecida—. No te preocupes,
haré que merezca la pena.
—No lo dudo —dijo él con fría cordialidad ofreciendo
su brazo con galantería—. ¿Nos vamos?
Elaine se agarró, parecía nerviosa, otra muestra más
de que la muchacha no se dedicaba a eso. Quizá solo intentaba salir de un
apuro, Zero estuvo tentado de no seguir adelante, de decirle lo que iba a pasar
y darle una oportunidad para que desapareciera. Pero no, lo que iba a pasar
sería solo fruto de sus acciones.
—¿Cómo es que no te has vestido de Navidad? —preguntó
Elaine mientras avanzaban por el pasillo.
—Estoy vestido para una cena —se limitó a observar.
—No es eso, tonto —bromeó Elaine con una risa ligera—.
En Navidad es común vestirse de rojo y verde. ¿No lo sabías?
—No —dijo Zero, apretando las mandíbulas. Había
revisado el Fondo de Conocimiento buscando información sobre la Navidad,
muchísimas tradiciones diferentes de cientos de países y ritos a lo largo de
los años. Lo de vestirse de colores se le había escapado.
—Oh, vamos, ¡todo el mundo la sabe! —exclamó ella,
divertida.
—Rojo por San Valentín, verde por San Patricio
—repasó mentalmente—. No he encontrado esa tradición en ninguna parte.
—Deberías estudiar menos y vivir más —comentó la
joven—. De todas formas, es igual, estás muy guapo. Todo el mundo te mirará.
—Genial —masculló Zero para sí.
El comedor era el mismo que el de esta mañana pero
ahora había mudado completamente y parecía un sitio completamente nuevo.
Árboles, regalos, coronas, estrellas... Una recargada decoración había invadido
el lugar mientras de fondo se escuchaban cancioncillas cantadas por coros
infantiles. La planta baja estaba llena de gente que, tal y como había predicho
Elaine, se quedaron mirándole al verlos pasar rumbo a las escaleras que les
llevaría a la terraza privada de la segunda planta, la que tenían reservado
para ellos.
Al pie de la escalinata le esperaba su tía Grace, que
le saludó con la mano al verle llegar.
—Oh, la Valicourt —dijo Elaine, palideciendo bajo el
maquillaje.
—Sí, Grace Valicourt para todos, pero para mí es la
tía Grace —dijo con fingida inocencia—. ¿No lo sabías?
—Sí, claro —replicó Elaine con una mueca nerviosa—.
Es solo que, cuando hablamos de que me contrataras, pensaba en algo más...
íntimo. Ahora será como pasar un examen delante de mi jefa. No, no me apetece
mucho.
—No necesito contratar a nadie para mantener
relaciones sexuales satisfactorias, gracias —dijo Zero con frialdad—. Necesito
a alguien que me acompañe en una cena familiar. Pensaba que eso era lo que
diferenciaba un amante profesional de alguien que ejerce la prostitución —dijo
con cuidada indiferencia, pero pudo sentir como el brazo de su acompañante se
tensó y casi puso notar las uñas atravesando la manga de su esmoquin—. Cálmate
—le dijo en un susurro—, es tu jefa, pero es mi tía y sus amigos, no se
arriesgará a hacer una escenita aquí delante. Será discreta.
—¿Eso debe consolarme? —murmuró ella.
—No, eso te da tiempo para pensar una salida. Tía
Grace —dijo saludando con la cabeza a la mujer que se acercó a ellos. El
modelito que vestía parecía haber sido diseñado por el mismo que había vestido
a Elaine, también era en rojo puro, rematado en esta ocasión por un borreguillo
blanco.
—Hola, cariño —dijo la mujer dándole un beso en la
mejilla sin dejar de estudiar a su acompañante—. ¿Y tú eres...?
—Oh, lo siento, ella es mi acompañante Elaine... Lo
siento, no sé tu apellido.
—Elaine Golemon —dijo ella con voz temblorosa.
—Encantadora, parece un pajarillo asustado —bromeó su
tía, con una sonrisa postiza. Sí, la había reconocido, pero tal y como había
supuesto, no montaría un numerito delante de sus amigos—. Pero tú, querido
Adam, estás espectacular. El negro parece que se creó para ti. Sencillamente
perfecto. Y te aseguro que sé mucho sobre hombres perfectos. Vamos a sentarnos
—dijo, señalando con un gesto vago de la cabeza las mesas que se adivinaban en
la planta superior—, solo faltamos nosotros.
La mujer empezó a caminar por el pasillo de comensales
y Zero avanzó con la intención de seguirla pero se quedó quieto al sentir cómo
Elaine tiraba de su brazo.
—Por favor, Adam —susurró, ni todo el colorete del
mundo habría servido para ocultar su rostro lívido—. Tengo que hablar contigo.
—¿Sobre qué? —preguntó fingiendo sorpresa—. Por
cierto, ¿no te ha parecido extraño que mi tía no te reconociera? Bueno, sé que
tiene cientos trabajando para ella pero me ha dicho que solo tenía a cinco
profesionales destinados al crucero, pensaba que sabría el nombre y apellidos
de cada uno.
—No, no puedo sentarme allí —murmuró Elaine—. Tengo
que... No sé cómo empezar.
—Podrías empezar por la verdad, no has dicho ni una
sola desde que nos conocemos —replicó con sequedad.
—No soy de la agencia Valicourt —admitió en un mohín—,
pero no soy una prostituta. Quiero ser amante profesional, de las buenas, pero
las Valicourt controlan todo el pastel y es imposible hacer nada sin pasar por
ellas. Por eso pensaban que si me enrolaba en un crucero como este, podría
conseguir una cartera de clientes lo suficientemente buena como para que no
importara si pertenezco a la agencia o no. Así que... he dicho alguna
mentirijilla.
—¿Cómo que pertenecías a la agencia pero preferías
facturar en mano? —preguntó sin poder evitar preguntarse si era el primero o el
último de una lista.
—Nadie ha sospechado —dijo con una voz preñada de
orgullo—. Todos acabaron satisfechos.
—Cada uno de sus amantes profesionales pasa por la
escuela de placer y eso va mucho más allá que ser bueno con el sexo —recordó Zero—.
Se trata de dar al cliente lo que pide, de saber lo cliente necesita antes de
que lo diga y eso, muchas veces significa decir que no al sexo. Hay veces
que... —La sombra de la sospecha le hizo vacilar un momento—. Hay veces que
necesitas más un abrazo y un beso que un polvo.
—¡Puedo hacerlo! —exclamó ella con seguridad—. Puedo
ser buena. Sé que soy buena.
—Quizá en el futuro —dijo Zero—, ahora mismo solo
eres una puta con pretensiones.
Zero soltó su brazo y no le dirigió la mirada, se
giró y continuó caminando hacia la mesa dónde su tía le esperaba. Elaine había
incumplido diversos delitos, pero eso no era asunto suyo, eso era algo que
arreglarían entre las autoridades y su tía. Quizá podía pedirle que fuera
magnánima con ella, pero la tontería de la historia de la prometida... esa le
escocía por dentro. Y no era lo único.
No había llegado a las escaleras que le llevarían a
la segunda planta cuando un grito le hizo girarse con una velocidad que algunos
caracterizarían de sobrehumana. Zero esquivó la botella de cristal que iba
dirigida a su cabeza.
—¿Estás loca? —exclamó Zero, previendo una nueva
acometida de una exaltada Elaine.
—¡Eres un hijo de puta! —gritó ella, arremetiendo de
nuevo, botella en mano, sin importarle que al agitarla su contenido se desparramara
por el suelo, las mesas y los asistentes que estaban cerca. Zero agarró su
muñeca y, con un movimiento rápido, se colocó a su espalda desarmándola.
En seguida, uno de los camareros se personó para
ayudarle y Elaine, llorosa, se derrumbó en sus brazos.
—Lo siento —sollozó—, lo siento.
—Solo está... un poco borracha y... exaltada,
acabamos de cortar —la disculpó Zero ante el agente de seguridad que acababa de
llegar. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué la ayudaba? Quizá algún día sabría la
respuesta porque, en ese momento, ni él mismo la tenía—. Lo siento, preciosa,
no podía durar.
Dejó que se la llevaran tras convencer al agente que
no tenía sentido encerrarla, que no era peligrosa. Su tía le esperaba con una
expresión extraña. El numerito había llamado la atención de todos los presentes
en el concurrido comedor, Zero enrojeció al sentir todas las miradas puestas en
él pero alzó la barbilla y caminó con paso firme hacia su grupo.
—Disculpen el espectáculo —dijo, con una sonrisa y
una inclinación de cabeza, al resto de los comensales—. No... —dudó un momento
y al final desistió; mentir no se le daba bien—, no tengo una escusa
convincente que darles. Solo espero que me disculpen y actúen como que no ha
sucedido. Por favor.
Los comensales se rieron con aprobación y Zero pudo
respirar tranquilo, pero no muy profundo, sabía que en esa mesa todos eran
hienas y él tenía la sensación de no ser más que un cordero. Miró a su
alrededor, a la mayoría les conocía de vista. Identificó al capitán del crucero
y a su mujer, y a dos de los accionistas minoritarios de su empresa. Le
sorprendió reconocer a William Alcott, el empresario y socio parecía haber
encontrado muy divertida la situación y en ese momento relataba una de sus
aventuras con una fotosintética fogosa y sin educación. De vez en cuando, su
tía le interrumpía con algún comentario mordaz sobre la poca clase de sus
gustos sexuales. Zero mantuvo la sonrisa forzada y asentía cortésmente cuando
alguien le preguntaba mientras contaba el tiempo para que acabara la cena.
No pudo evitar percatarse de la inquietante presencia
de otro comensal, un silencioso óptimo con cabellos tan blancos como los suyos
y unos iris tan claros que parecían transparentes. Ese individuo le miraba
fijamente, como si esperara encontrar algo con solo mirarle. Aunque, molesto,
Zero no le dio importancia. La mayoría de óptimos consideraban muy interesante
su caso. No era la primera vez que uno se acercaba para pedirle un autógrafo.
Después de todo, él era el milagroso fruto de la genética de diseño. Si lo
pensaba con frialdad, el asunto rozaba el ridículo, era como pedir el autógrafo
de la nave más rápida o a una de las máquinas de terraformación.
Su tía se puso en pie y golpeó su copa llena con un
tenedor, captando la atención de los presentes.
—Hacía mucho que no lo celebrábamos pero siempre hay
una buena excusa para una cena en familia —dijo con voz clara—. A todos nos
gustaría vivir para siempre, ¿no? —Zero sintió como su vello se erizaba ante
ese comentario, en apariencia, inocente—. Por todos los que faltan, y
querríamos que estuvieran aquí. Porque en estas fiestas, las ausencias pesan
más y buscamos, con fervor, reencontrarlos en los que nos rodean. Épocas en las
que miramos al pasado con nostalgia y al futuro con una esperanza renovada. Por
todo, os deseo, Feliz Navidad.
Zero asintió con la cabeza y aplaudió, pero sus
labios apenas rozaron el interior de la copa. Quizá se estaba volviendo
paranoico pero le había parecido detectar una velada amenaza en el discurso de
su tía.
«Tonterías», se dijo.
—Espero que disfrutes con mi regalo —le susurró su
tía al oído.
—¿Regalo? —se extrañó Zero—. ¿Qué regalo?
—Ya lo sabrás a su debido tiempo —dijo con aire
misterioso—. Me ha costado decidirme, pero creo que es el regalo perfecto,
tranquilo.
—¡Cantemos una canción! —exclamó el capitán. El
hombre llevaba demasiadas copas encima—. ¡Es Navidad! Hay que cantar. Nooche de
paaaaz... —empezó a cantar animando al resto de comensales a que se les uniera.
Zero no conocía la canción así que se quedó en
silencio, escuchando el coro de alcohólicos que le rodeaba. Todos cantaban,
hasta su tía. El único que permanecía callado, casi ajeno a toda la
conversación, era el extraño óptimo que seguía mirándole como si fuera fruto de
un experimento, y así era.
*
Se disculpó de buenas maneras cuando la cena se dio
por concluida. Allí seguían; el alcohol desfilaba por la mesa pero la
conversación agonizaba. Nadie dijo nada cuando el joven decidió marcharse.
Tenía planes, había quedado. Pensó en ir directamente
a la sala de fiestas donde la música estridente se combinaría con la decoración
navideña y las mujeres vestidas de rojo. Seguramente, Iván esperaría que fuera
allí pero algo le decía, que el leónida le encontraría donde estuviera. Así que
fue hacia la cubierta exterior.
Normalmente, la cubierta de observación estaba
abarrotada de gente pero con las celebraciones, todos estaban en las fiestas
que se realizaban a lo largo y ancho de la nave. Zero necesitaba quitarse de
encima el regusto amargo de la cena y las sospechas. Se apoyó en la inútil
barandilla que confería al lugar cierto aire arcaico. Ante él, un océano
interminable de estrellas y mundos por descubrir. Parecía que si alargaba la
mano, sería capaz de cogerlas. Pero no era más que una ilusión, un truco de
perspectiva, algo parecido a lo que sucedía en todas sus relaciones.
—Eres difícil de localizar —dijo Iván caminando hacia
él con las manos en los bolsillos. Llevaba una vaporosa camisa roja de la que
se había descuidado abrochar los primeros botones—. He tenido que pelearme con
la IA para que me diera tu ubicación. Pensaba que estarías en alguna de las
fiestas.
—Quizá más tarde —dijo con tristeza, girándose de
nuevo, para contemplar el mar de estrellas.
—Como prefieras —dijo el leónida, apoyándose con los
codos, tan cerca de él que si respirara hondo sus cuerpos se tocarían—. A mí me
gusta más esto, la verdad, aunque podríamos ir a algún sitio más... íntimo.
—¿Eres mi regalo de Navidad? —preguntó Zero sin alzar
la vista.
Iván suspiró y escondió la cara entre las manos.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó—. ¿He hecho algo mal?
—No —dijo Zero en un murmullo—. Lo has hecho muy
bien. Demasiado bien. Si algo no encajaba era porque todo era demasiado
perfecto. —No quería llorar pero había sido un día muy largo. La cena había
sido mentalmente agotadora. Todo el problema con Elaine... Solo en ese momento
era consciente de lo que habría agradecido que lo que le ofrecía Iván hubiera
sido algo real.
—Siento haberte mentido —dijo Iván—. Mi... clienta
insistió en que no debías enterarte. Todo debía parecer casual.
—¿Y si hubiera aceptado la invitación al partido?
—preguntó con una mueca y una ligera inclinación de cabeza que hizo que su
melena actuara de telón, ocultando su rostro.
—Habríamos jugado un partido —dijo el leónida—. Se
trataba de complacerte. De hacerte sentir querido.
—No necesito sentirme querido —dijo Zero mientras
sentía que algo se rompía en su interior—. Necesito que me quieran. Nunca nadie
me ha querido. No es una queja ni me estoy poniendo dramático, me limito a
exponer la verdad. Nunca me han querido. Nunca. No he tenido madre, ni padre. Ni
siquiera alguien que me abrazara cuando era pequeño. Nadie intentó consolarme
cuando lloraba, ¿para qué? No soy humano. ¿Sabes lo que es tener cuatro años y
saber que no sirve de nada llorar? Lo intenté, de verdad. Pero no conseguí más
que un cubo de agua fría. Durante un tiempo tuve a mis hermanos —recordó, y
dejó que unas lágrimas hirvientes se
escurrieran por sus mejillas encendiendo la piel a su paso—. Durante un tiempo
tuve a mis hermanos. Eran retrasados, ¿sabes? Su cerebro no podía crecer al
ritmo de su cuerpo. Pero eran mi mundo y se los llevaron y nunca supe si ellos se
daban cuenta, o sentían algo por mí. No sé lo que significa sentirse querido,
Iván, pero creo que si te pagan por ello, carece de sentido.
—No quería hacerte daño —murmuró el leónida con voz
queda.
—No es culpa tuya —dijo girándose, dando la espalda a
las profundidades del espacio y sus promesas de estrellas distantes—. Solo
hacías tu trabajo.
—¡Zero! —le llamó instándole a detenerse. Zero apretó
las mandíbulas y se secó las lágrimas con un gesto descuidado—. Esto no tiene
por qué acabar así —dijo—, puedo hacer que te sientas mejor.
—Yo también —replicó él mientras caminaba marcha
atrás, tenía prisa por alejarse—. Lo hago todos los días; solo tengo que
olvidar quién soy.
—¡Zero! —insistió Iván. El leónida aceleró el paso y
no tardó en darle alcance—. No hagas tonterías, por favor.
—No te preocupes —dijo—, hablaré bien de tu trabajo.
No necesitas seguir...
—¡Escúchame! —le interrumpió agarrándole del brazo.
Zero miró la mano que le retenía y luego a los ojos color miel del leónida que
le impedía el paso—. No te trates así. Deberías aprender a quererte a ti mismo.
—Suéltame —pidió con voz tajante. Iván tragó saliva y
soltó la presa.
—Solo una cosa más —dijo el leónida antes de que se
alejara—. Es sobre el retrato que tenías. Es... es peligroso, Zero. No sé qué
tipo de relación mantienes con él y no me importa, pero es peligroso. Muy
peligroso.
—¿Le conoces? —se extrañó Zero, pero esta vez era el
leónida el que no quería continuar la conversación.
—Mantente alejado de él o acabarás muerto.
*
¿Cuántas copas llevaba? Eso preguntaba el camarero
cada dos por tres. ¿Y él qué sabía? Ni que se hubiera parado a contarlas. Más
que muchos, seguro, pero podía pagarlas. Que no se preocuparan tanto, podía
pagarlas. La propaganda decía que lágrima-púrpura eliminaba los problemas con
una gota. Ya podía ser, llevaba tres y apenas recordaba su nombre ni por qué
estaba tan mareado. La música sonaba demasiado alta, ocupando hasta sus
pensamientos que escapaban del caos, sumiéndose en algún lugar oscuro y
alejado.
—Perdone —dijo alguien vestido de uniforme.
—¿Quieres follar conmigo? —preguntó Zero con desgana,
agitando los cubitos de su copa vacía. Apenas podía distinguir a su
interlocutor tras la bruma etílica que lo envolvía todo.
—Es una propuesta tentadora pero no, creo que es hora
de que vuelva a su habitación, señor Alcide.
—No me llames Señor Alcide —dijo arrastrando las
palabras—. Alcide es malo. Maaalo.
—Como usted diga —aceptó el hombre del barco. ¿Era
oficial o de seguridad? Tenía que mirarle a los ojos, pero todos los ojos
brillaban. Todo brillaba—. Debería regresar a su dormitorio.
Se hizo el remolón un poco más y seguro que tardaron
horas en cruzar las cubiertas hasta llegar a su camarote. Tenía la vaga
sensación de que la nave espacial oscilaba como si en verdad fuera un auténtico
crucero y además hiciera mala mar. El tipo del uniforme le dejó encima de la
cama sin muchas contemplaciones, y se marchó cerrando la puerta tras él.
Zero dio una patada para quitarse los zapatos y trepó
por la cama abrazándose a los cojines mientras, entre sueños fruto de algunas
de las cosas que había tomado, sentía como si los cojines le devolvieran el
abrazo que necesitaba tanto. Una pequeñita alarma sonó en un interior de su
cabeza. Si iba a dormir, tendría pesadillas. No quería pesadillas. No le
gustaban las pesadillas. En ellas soñaba que mataba gente o que él estaba
muerto. A veces notaba cómo los gusanos se abrían paso a través de sus tripas. Era
muy desagradable.
Le costó tres intentos levantarse de la cama, dando
tumbos, llegó hasta el baño y encontró las pastillas para dormir. Esta vez se
había acordado. No habría pesadillas.
Dormir. Eso le gustaba. Dormir mucho, profundo y sin
sueños.
*
No sabía cuánto tiempo había estado durmiendo pero
cuando despertó, creyó que estaba de nuevo en una de sus pesadillas. El techo
era blanco y brillaba con una claridad cegadora. Las paredes eran blancas y
hasta la ropa de la cama tenía el tono níveo y estéril. Además, el lecho era
mucho más pequeño y duro que el suyo. ¿Qué había hecho esa noche? ¿Dónde había
acabado?
Entreabrió los ojos y, a través de las cortinas de
sus pestañas vislumbró un botellín de misterioso contenido que colgaba sobre su
cabeza. Un pinchazo, al intentar moverlo, le alertó sobre la posibilidad de que
el tubo que salía de la botella se insiriera en algún punto de su brazo.
«¿Un hospital?», se extrañó. «¿Qué ha pasado?»
—Bien, ya está consciente —dijo una óptima vestida de
médico—. Debería dejar la fiesta por un tiempo —aconsejó—, le arrastrará a la
tumba. Esta vez ha tenido suerte, pero la próxima...
—¿Qué ha pasado? —preguntó Zero con voz pastosa. La
cabeza le iba a estallar, era como tener una orquesta desfilando tras sus ojos
y un pájaro carpintero en la sien.
—Ha tomado algo, o mucho de algo, o mezclado con algo
que le ha provocado un shock tóxico. Dígame la verdad —dijo, mientras le examinaba
las pupilas— ¿Ha intentado suicidarse?
—¿Suicidarme? —repitió Zero extrañado— ¡No! ¡No,
seguro que no! —exclamó al darse cuenta de lo que la doctora insinuaba.
«¿Morir? ¿Está loca?»—. Me da pánico morirme. Nunca se me pasaría por la cabeza
suicidarme. Tuve... —Los recuerdos acudieron a su llamada—. Tuve una mala
noche. Bebí mucho y tomé algunas cosas. Quizá algo me sentó mal.
—Podría ser —asintió la doctora—. Pero en su
organismo han encontrado una fuerte cantidad de un potente relajante muscular.
Eso no se toma para ir de fiesta.
—No, de fiesta no. Eso lo tomo para dormir desde que
tengo once años —dijo con pesar—. Tengo fuertes pesadillas recurrentes. No hace
mucho me han subido la dosis para ajustarla con mi metabolismo. Quizá es
demasiado alta.
—Pues la próxima vez, decida entre su fiesta y las
pesadillas —dijo la doctora—. Mezclar ambas puede hacer que no vuelva a
despertar. En esta ocasión ha tenido muchísima suerte. Si no fuera por el
servicio de habitaciones... Casi diría que tiene un ángel de la guarda cuidando
de usted.
—Estaría bien —murmuró Zero con una sonrisa triste,
hacía demasiado tiempo que había perdido la esperanza—. Significaría que a
alguien le importo.
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